viernes, 22 de agosto de 2014

Un pueblo atravesado por tren que jamás se detiene por Teresa Arijón

Un pueblo atravesado por un tren que jamás se detiene <> Teresa Arijón






Un pueblo atravesado por un tren que jamás se detiene.
Un maquinista invisible que de tanto en tanto
deja caer al voleo, como anoticiando al mundo,
un periódico enrollado.
En el siempre letargo de las tardes pueblerinas,
animales y humanos se confabulan para encontrar la huella
-única, inexplorada, deseada-
que conduce ¿dónde?
Siestas interminables que son metáfora de la ensoñación.
Como Guillermo de Aquitania, 
que escribía poemas dormido a lomo de su caballo,
muchos se duermen arriba de sus mulas 
o caen imprevistos, delicados,
en los umbrales de las casas o en mitad de una calle polvorienta.
El pueblo solo en el desierto grave, 
con plaza y monolito. 
Con trazado de cinco esquinas y leyenda de engalanados fundadores
que, como llegaron, se fueron.
Y la clave de la trama que amorosamente traza Vanesa
-la verdad revelada-
escurriéndose en las patitas de un gallo coqueto.
(...)
Esta sería una acotadísima y muy modesta manera de vislumbrar lo que ocurre
o lo que, conteniendo la respiración, suponemos va a ocurrir
en Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo...
Como quien descorre un visillo y espía,
tras un cielo gris de nubes, la luz del relámpago cruzando el horizonte:
su colorida fugacidad proyectada hacia todas partes,
como la vida misma.

 Con seguridad felina, Vanesa busca la punta del ovillo, la muestra...
y después la esconde.
Juega con el lenguaje inventando nuevos juegos de lenguaje
y recuperando otros (como quería Wittgenstein).
Y el lector cautivado se abandona
al rumor de insospechados refranes, de frases que tal vez escuchó
(probablemente en la infancia, probablemente en alguna otra espiral del tiempo)
y con fruición anticipatoria
espera.

Y en esa espera gozosa oye el tictac del reloj
y el tictictic o el plaplaplaplap de las patitas del gallo del título,
el gallo de Juan Rosario,
que conoce lo que nadie conoce y cada día
transita su camino
escabulléndose de la vista y las pisadas humanas.
El gallo que, como las mulas y los caballos,
es guía y emisario de vivos y muertos.
Dueño de un saber que no tiene palabras,
portador de la esperanza del pueblo
de tener un lugar en el mapa que es un lugar en el mundo que es un destino.
El gallo naturalmente fugitivo que sólo una vez, por última vez, se dejará seguir.
Así,
 como los personajes del relato, el lector se afana en descubrir
los ocelos, las pintas, los puntitos,
las pistas que Vanesa va dejando
con pulso firme y sutil.
Porque Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo
propone graciosamente, como quien no quiere la cosa,
un enigma a resolver.
Palabras que aparecen y de pronto se sustraen
a la vista, intangibles
como senderos selváticos;
sintaxis respirada, puntuación rebelde en
narración florida, asaz exuberante,
 que nunca es fruto de un pacto archisabido con el lector,
abierta a veces con la cadencia casi invisible con que se abren los pétalos de una flor
y otras veces a machetazo limpio como las picadas en el monte,
ganándole terreno a la tierra y tiempo al tiempo.
 Minuciosa exploración del sentido
 que, una vez imantado, se disuelve.

Ardiente heredera felisbertiana en su escritura,
anticonvencional y fuerte,
Vanesa enhebra un collar de cuentas y cuentos memorables.
Y las imágenes que despliega están dotadas de esa elegancia suya
 que sabe dejar flotando en el aire pinceladas, notas, susurros, fibrilaciones:
cien velas enciende para volver a escuchar la noche desde la ventana,
asomada a la intensa oscuridad del campo; cien velas para palparla hecha de
estertores; cien para volver a olerla en el remolino de polvo perfumado de
los campos...
y el cartel que aun vencido anuncia al pueblo, ese pueblo que,
como dice el más viejo de los viejos, es el mundo,
y fuera de ese mundo no hay otro.
y la triste o dulce recurrencia de la esperanza contrariada:
parece que alguna vez se esperó que el tren trajera algo, 
parece que alguna vez se dieron cuenta de que el tren no traía nada...
hasta poner fin a todos los fantasmas y fantasmagorías
transformándose en lo más temido:
un tren que no pasa más.
Lo que llega en el tren como las piedras y la desesperanza.
Y una verdad implícita que aquí se vuelve explícita:
los campos son de la tierra, que siempre ofrece.

Un relato que se deja oír porque antes ha sabido escuchar,
donde el humor y la sagacidad impertérrita juegan su parte,
donde resuenan bienvenidos ecos de poetas amados
(Juan de la Cruz, Federico García Lorca, Atahualpa Yupanqui)
y los animales tienen el santo y seña, el ábrete sésamo, la carta brava.
Una colmena, un laberinto, un ojo de huracán.
Y de repente: big-bang.
Maneras de mirar la bondad del instante,
la perplejidad humana ante los elementos desatados,
el asombro ante unos vagones
 –¿abandonados? ¿deliberadamente puestos en escena?–
que pueden, también ellos, contener un tesoro.
Escritura que se desliza
con la atrevida precisión de un bordado
y velocísima, en ráfagas de viento y luz,
traduce la fijeza de la pampa áspera
en dimes y diretes, cabos sueltos y rabos encontrados,
chispas, fogonazos, fuegos lares,
calma chicha, chicharras,
noches infinitas en el canto de los grillos.
Vanesa busca –y encuentra– la estrella de la síntesis,
la salvaje alborada, el resuello,
la flecha del centauro en la constelación.
Y nos entrega un diamante, una diadema,
una diáspora incumplida también.
Un sueño que va del polvo al polvo.
Como quería Martínez Estrada,
mira con los ojos del que se queda cuando el tren se va.

***
Texto leído en la presentación de Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo;
Vanesa Guerra; editorial Bajo la Luna. 28 de noviembre de 2012. Casa de la lectura. Ciudad de Buenos Aires.




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